Nosotros, representantes de las entidades que promueven y defienden las tauromaquias en los ocho países de tradición taurina, nos hemos reunido para dar un paso decisivo, con este objetivo, en nuestra colaboración, intercambiando nuestras experiencias, nuestras estrategias y nuestros argumentos en la defensa conjunta de nuestra libertad cultural.
Entendemos, también, que defender la cultura del toro es resaltar un vínculo importante con la civilización que hemos heredado; una civilización marcada, con todos sus siglos a cuestas, por el humanismo, en particular en sus raíces judeocristianas y grecolatinas. Desde sus albores el Toro, con el cual se ha enfrentado el hombre, en la lucha por su existencia y su dominio de la naturaleza, ha constituido para nuestra civilización un tótem fundacional, omnipresente en los mitos, las religiones y las expresiones artísticas.
La tauromaquia no se explica ni se justifica plenamente sin ese trasfondo. Constituye a su vez una herencia cultural, que se remonta a la prehistoria, pero siempre vigente, quedando como la última fiesta ritual que ha atravesado, hasta nuestros días, los siglos y los espacios del mundo.
La tauromaquia es una cultura viva. Bien sabemos que existen varias definiciones del concepto de cultura. Por nuestra parte, pensamos que hay que remitirse a la que escoge la UNESCO, y que explicita en las Convenciones de 2003 y 2005: la cultura se refiere al conjunto de prácticas en las cuales una determinada comunidad humana proyecta sus valores, su sensibilidad y su identidad existencial.
Una cultura, minoritaria o no, no puede ser enjuiciada, y menos censurada por ninguna autoridad, salvo que dañe los principios universales de los derechos humanos. A los aficionados de los tres países europeos y de los cinco países hispanoamericanos de tradición taurina ese planteamiento les vale perfectamente. Entienden que muchos en el mundo no compartan sus valores, pero exigen el respeto, exigen que se les escuche y no se insulte su sensibilidad con unas caricaturas consabidas. Nosotros, aficionados, compar/mos un patrimonio que refleja nuestra historia, nos define, y que tenemos la obligación de cuidar. Decimos patrimonio, pues el conjunto de los cinco criterios enunciados en el arGculo 2 de la convención de la Unesco de 2003 para definir un patrimonio cultural inmaterial se aplican a la Fiesta de los toros. Todas las tradiciones taurinas, en su diversidad, ponen en juego artes del espectáculo, usos sociales, rituales y actos fes2vos, técnicas artesanales tradicionales, tradiciones y expresiones orales, y contribuyen, al final, al conocimiento de la naturaleza y del universo.
Esto se ha demostrado ampliamente en varias ocasiones y no requiere que volvamos a explicarlo. Es una evidencia científica, que no puede ser rebasada como tal, cuales sean por otra parte los trámites políticos que implica una candidatura de la tauromaquia ante esta organización internacional, o ante cualquier gobierno, para su reconocimiento formal. Tan solo quisiera insistir en el último de estos cinco criterios, porque corresponde a esta gran preocupación actual por la preservación del medio ambiente y del desarrollo sostenible. Existen unas evidencias de las cuales no parecen haberse percatado muchos ecologistas de las urbes, sin hablar de los animalistas: nuestra Fiesta está basada en el respeto al toro, más propiamente a su animalidad indómita, cuyo conocimiento es indispensable para la lidia. Percibir sus querencias, entenderse con él para dibujar una obra con su complicidad es la médula del toreo.
Por otra parte, el espectáculo taurino es la mejor oportunidad para la preservación de la cabaña brava, condenada inmediatamente al matadero el día en que se acaben las corridas. Al lado de los toros criados para la muerte en la plaza, después de cuatro años de vida en la libertad del campo, viven tranquilamente en las dehesas muchos más animales bravos, eliminados igualmente en caso de prohibición de la Fiesta: vacas de vientre y sementales. Sin olvidar que cada ganadería de bravo es un ecosistema excepcional en nuestra época, en donde conviven, en la maravilla de estos espacios extensivos, innumerables especies de flora y fauna salvajes. Los ganaderos son los auténticos ecologistas. Los antitaurinos, que quieren de un plumazo hacer desaparecer esta raza única, no tanto.
¿Cuál es, al fin y al cabo, el sentido profundo de esta ceremonia que se desarrolla en una plaza de toros? Pues el hecho de que la tauromaquia recoge y hace revivir, adaptándolo a otros entornos y a nuevas sensibilidades, el antiguo fondo de la cultura mediterránea, que ha atravesado el océano para llegar al Nuevo Mundo, como lo recordó Carlos Fuentes. Como la tragedia griega, la ópera italiana y las semanas santas es una puesta en escena del ciclo de la vida y de la muerte, o, mejor dicho, una sublimación de la muerte por el arte, una exaltación de la vida y del espíritu que han sabido triunfar, aunque sea durante tal ceremonia, de todo lo que los amenaza.
Representa y reinterpreta a su manera el eterno combate de Teseo con el Minotauro, la victoria de la humanidad sobre la muerte, con la cual el torero no para de enfrentarse en el ruedo, ante nosotros, en el tendido, que componemos el coro de esta tragedia festiva; tragedia, porque, en estos veinte minutos de su lidia, el toro representa también nuestra lucha de humanos en esta vida, que se tendrá que romper con la muerte; una muerte que deberíamos asumir con la misma bravura que el toro. Por eso le admiramos tanto.
En cuanto al arte taurino, él es, obviamente, una recomposición de la realidad. Por eso es un arte. Él hace que la violencia inicial de la lidia con este animal temible se convierta en harmonía y en despaciosidad apaciguada por la virtud del temple, por así decirlo, en una eternidad efímera, porque ese arte también, reflejo de nuestra fragilidad humana, es mortal.
Está claro que en los tiempos modernos España es la cuna de la tauromaquia y del toreo. Éste se ha trasladado al Nuevo Mundo, estando presente actualmente en cinco países hispanoamericanos.
En Portugal se ha desarrollado una variante genuina, combinando el arte del toreo a caballo con los forcados, y en Francia el toreo convive con otras tradiciones taurinas como son las corridas camarguesas y landesas. En todos estos países cada comunidad aficionada se ha apropiado de la fiesta de los toros según su idiosincrasia y su sensibilidad par/cular. Esto ha dado lugar a múltiples mensajes culturales, especialmente llamativos en el abanico amplísimo de los innumerables festejos populares relacionados con el toro, que se celebran en España y en América. Sólo falta observar, por ejemplo, cómo los pueblos del Perú andino o del Yucatán han enriquecido esa tradición con los rastros de su cultura autóctona, desarrollando un originalísimo sincretismo religioso.
A nosotros, aficionados y profesionales, nos incumbe la tarea de defender y promover la excepcional riqueza cultural y ecológica de las tradiciones taurinas frente a cualquier intento externo para censurarlas o prohibirlas. Nuestro objetivo es claro. Vamos a acrecentar la solidaridad entre las comunidades aficionadas de nuestros países para que se respete a la luz de la Declaración universal de los derechos humanos y de las convenciones de la Unesco – la diversidad y la libertad de las culturas del toro; en estos días pensando particularmente en la afición de Colombia.
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